Hace pocos días, la administración de Biden aprobó su nueva Estrategia de Ciberseguridad Nacional, que, en realidad, constituye una actualización de la edición inicial emitida en 2018. Este documento fue concebido para asegurar a sus ciudadanos los beneficios de un ecosistema digital que sea defendible –de una manera simple y efectiva– y resiliente, a la vez que congruente con un conjunto de valores centrales: la prosperidad económica; el respeto por los derechos humanos y las libertades individuales; la vigencia de las instituciones democráticas; y la diversidad y equidad sociales. Hoy, estos valores se encuentran amenazados en el ciberespacio por políticas autoritarias, el robo de información y propiedad intelectual, la desinformación, los ataques a la infraestructura crítica, la difusión de discursos de odio y extremistas, y la actividad criminal.
La estrategia es relativamente breve, aunque mucho más ambiciosa que sus textos precedentes, en algunos aspectos. El primero de ellos tiene que ver con lo que Chris Inglis, el más importante funcionario de la Casa Blanca para estas cuestiones oportunamente denominó “un nuevo contrato social cibernético”; es decir, una novedosa distribución de responsabilidades en la prevención y mitigación de ataques generados en ese entorno.